Viví 2 meses con Liniers en Montreal a fines del invierno. El dibujaba todo el tiempo. Yo intentaba filmar, pero no estaba acostumbrada a esos fríos bajo 0. Un día descubrí que no necesitaba exponerme a la intemperie para contar una buena historia. En la tibieza de esa casa ajena para ambos, lo más cautivante pasaba al lado mío: la intimidad de un artista en plena ebullición. Sus dibujos eran simples, humanos, imperfectos. Un año más tarde, en Bs. As., mi film quedó trunco. Liniers, famoso y mimado por su público, se negaba a continuar. Entonces comprendí que el único camino para concluir mi relato era seguir, pacientemente, el trazo simple de las cosas.